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Encarnación Alayón Melo, 2005
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Artículo publicado en la
prensa en 2005
Encarnación Alayón Melo es
la memoria del que fue pequeño enclave de pescadores de Los Cristianos. Es un
libro abierto al que se va escuchando, con diálogos pausados, en su cocina de
inmaculado blanco; un lugar de calma y sosiego por donde, con sus palabras y
sus silencios, se transita por las veredas de la tradición.
Son múltiples los senderos por los
que se puede andar, cogido de su mano. Son sus vivencias y recuerdos, pero
también los que atesora de sus allegados, como el nombre que recibía la Playa
de Los Cristianos, la Playa del Vino, tal como le contaba su abuelo Esteban
Melo García, “decía él, que el primer nombre era la Playa del Vino, porque
por aquí se embarcaba, por que bajaban los vinos de los altos y embarcaban por
aquí.” O como iban las obras de la
carretera de Arona a Los Cristianos, según le contaba su madre, Herminia Melo
Rodríguez, que se comenzó a construir a comienzos de la segunda década del
siglo veinte. “Cuando yo nací en el año quince me decía mi madre que
mi padre estaba trabajando en la carretera, porque antes cuando la mar estaba
buena iban a la mar y cuando no iban a la tierra.”
Cuando se
bendice la Ermita Nuestra Señora del Carmen, una imagen de esta Virgen se
traslada en procesión, el 18 de octubre de 1924, desde Arona a Los Cristianos.
Encarnación participó en este recorrido, se encontraba en edad escolar en
Arona, viviendo con sus abuelos en Túnez, porque hasta unos años después no
existieron escuelas en este barrio costero. Festejos que recuerda con añoranza,
celebraciones que comenzaban con el albeo de las casas, con el agasajo de toda
persona que se acercase a disfrutarlas; con la preparación de los locales de
bailes, como las de Leopoldo Domínguez; de Leandra Valentín Hernández “Cha
Leandra”;
de Rosa González “seña Rosa” o en “la sala”, y su apreciado piso de madera, de
Nicolasa Martín.
Conoce el
lenguaje de cada piedra que había en este tramo del litoral donde aún no había
llegado el cemento, sólo algún canto rodado cogido con un poco de la cal que se
obtenía de las caleras de El Camisón y con la que se construyó algún pequeño
embarcadero, como el de La Planada (en el arranque del primitivo muelle de Los
Cristianos); o el de la Playa de la Carnada (un tramo de lo que hoy es la Playa
de las Vistas). Lo demás eran charcos naturales, como ese Charco del Cabezo,
que en la bajamar se quedaba lleno de agua, y en el que se bañaban las mujeres;
el Charco Lola, con fondo arenoso, situado frente al Chalet del Inglés; el
Charco de María Prima, conocido por estar ubicado delante de la casa de María
García “María Prima”; el Charco de las Piedras, enfrente de las casa de Juan
Alfonso “Juanillo”, denominación que adquiere por la existencia de piedras
grandes en su interior.
Encarnación
es una mujer que ha recorrido su vida pegada a los vaivenes de la mar. Sus
padres, Herminia Melo Rodríguez y Agustín Alayón Gómez, pescador, habitaban una
modesta vivienda atracada a la orilla de la mar, a la que en mareas altas casi
llegaba a acariciar sus paredes. Vivienda de su abuelo Esteban Melo García,
donde después vivieron sus padres y posteriormente, a partir de casarse en
noviembre de 1933, la habitó con su esposo, Mariano Melo Tavío, quien guardaba
en su memoria la vida y milagros de los barcos de cabotaje, en los que trabajó
durante algunos años.
Atesora, en
ese baúl repleto de presencias propias y ajenas, un gran conocimiento de las
pocas viviendas que poblaban la costa donde se edificaron varios salones, hoy
olvidados y desaparecidos. Como el de los Bethencourt, y donde después se
edificó el Cine Marino; “Todo eso era de un tal Ramos, de María Prima hasta
la esquina de arriba era de ese Ramos, después lo compró los Bethencoures.
Tenía negocios yo no se de qué, hacían bailes. Los Bethencoures lo utilizaron
para empaquetado, que mi madre trabajó allí, tu abuela Sebastiana.”
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A la izquierda, vivienda de doña Encarnación. Década de 1930
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O esas otras
humildes viviendas que existían donde se construyeron, a comienzos de la década
de los años veinte, los conocidos por el Salón del Peña y el Salón de Tavío.
Utilizados, primero, como transito de las mercancías que se trasladaba a través
de los barcos de cabotaje; después como lonjas de pescado; como empaquetado de
tomates o como almacenes de todo tipo. En el lugar del primero, tenían unos
cuartos José Melo Martín “José Babita” y María González; Dionisia Melo Martín; o
Eliseo Melo Martín “Pataloro”. En el segundo, los de Antonio Melo Martín y su
esposa Nicolasa Martín.
Sus recuerdos son alargados, envueltos en esa aparente
sencillez que aporta la humildad, desgranan múltiples vericuetos de este
pequeño pueblo de pescadores que eran Los Cristianos, cuando nació Encarnación,
ese primer día de 1915. Mientras se festejaba el fin de año con una cena
temprana y con parrandas y bailes hasta el amanecer. Llegó casi con los Reyes
Magos, esos que apenas eran conocidos, que lo más que traían eran unos
dulcitos, unas naranjas o algún puñado de almendras; esos que hacían juegos de
malabares con la herencia de los escasos juguetes disponibles.
Su belleza,
austera y sencilla, acapara toda la hermosura que envuelve el recuerdo. Tanto
nos ilustra los nombres de cada recodo, de cada charco, como nos narra esos
sobrios festejos por los que ha pasado, como los carnavales en los que
participaba todo el pueblo, con máscaras o sin ellas, pero con alegría y bailes
durante tres días: domingo, lunes y martes. Con el domingo reservado para el “día
de la tizna”,
esa que se recogía de los calderos donde se cocinaba con leña y se pasaba por
la cara del que se encontrase por la calle. Los lunes y los martes no faltaban
los polvos talco o mezclados con harina, espolvoreados sobre todo aquel que se
encontrarse en el camino. Y en todos ellos no podían faltar el buen vino, las
rebanadas o los chochos; traídos de La Escalona, guisados y puestos de remojo,
durante seis o siete días, en algún charco de la mar.
De su mano se
pueden recorrer todos los caminos por los que ha transitado la historia de Los
Cristianos. De esos años en que se tenía que ir a lavar al barranco; de tomar
el agua de los aljibes; en los que había que ir a recoger todo tipo de leña
para poder cocinar; donde la ropa salía de las manos prodigiosas de un grupo de
costureras; de cuando el pescado se llevaba a las medianías, a pie. O cuando el
ritmo de vida transcurría de otra manera, con otra quietud, con esfuerzos y
penalidades, pero también con tiempo para la tertulia, para trasmitir historias
pasadas, al borde de la casa, del camino, sobre algún chaplón, alguna piedra o
sobre la arena amarilla de San Roque, el mejor lugar para los cuentos de
brujas. De su mano se recorren las veredas de la tradición, iluminadas por la
añoranza de los ecos del batir de la mar, ese que envuelve la admiración por
sus memorias.