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María Antonia Martín García, locera en la Montañita de Garañaña, 1935 |
La alfarería tradicional tuvo en La Montañita de
Garañana una manera particular de elaborar el ajuar necesario para el
desenvolvimiento cotidiano. Tostadores, ollas, bernegales, tarros de ordeño,
braseros o platos, son algunos de los utensilios que de manera artesanal se
elaboraban en este último enclave alfarero que pervivió en San Miguel de Abona
hasta casi la llegada de la mitad del siglo XX.
Un ilustre hijo de San Miguel de Abona, Juan
Bethencourt Alfonso, médico y antropólogo, nos instruye en su publicación
“Historia del pueblo guanche”, con datos de finales del siglo XIX, como se
realizaban las labores en esta práctica alfarera que se creaba por manos
femeninas, que se trasmitía de madres a hijas. Aseguran en Garañaña las loceras
o alfareras que su industria les viene de los guanches, que fabricaban la
loza como hoy pero que algunas piezas son de distintas formas y no tenían
hornos para quemarla, sino que la ponían en montón en el suelo cubriéndolo con
leña, a la que daban fuego y le añadían combustible hasta que se ponía la loza
colorada. (...) El mejor barro de aquellos contornos es el de la mesa de
Tamaide, que es colorado.
De este lugar, de nombre tan sonoro,
Garañana, anclado en la memoria colectiva de la tradición oral, emblema de la
confección de loza en el Sur de la Isla, se tiene referencias desde finales del
siglo XVIII. Según consta en el padrón de población de 1779, cuatro vecinas que
residían en Garañana ejercían este quehacer de locera: María Barrios, de 46
años y casada con Salvador Donis; Sebastiana Afonso, de 38 años, esposa de
Domingo Salguero; María Delgado, de 36 años, casada con el tejero Agustín
Amador; y Antonia Afonso, de 34 años, casada con el jornalero José González
Manso.
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María Antonia Martín García |
María Antonia Martín García fue la última
locera que trabajó en La Montañita de Garañaña. A través del trabajo de Manuel
A. Fariña González, “Las loceras de San Miguel de Abona”, publicado en la
revista “El Pajar”, en su número de agosto de 1998, conocemos algunos
pormenores de esta alfarera que estuvo al pie del horno, por lo menos hasta la
década de los años treinta. Nació en Garañaña, el 7 de septiembre de 1870,
falleciendo en 1955. Su madre, María García, era natural de Fuerteventura; y su
padre, Agustín Martín Morales, del Lomo de Arico. En el Padrón Municipal de San
Miguel de Abona, a 1 de diciembre de 1925, se recoge a María Antonia Martín
García, en el Caserío de la Montañita, junto a su marido José Rivero Beltrán y
tres de sus cinco hijos, con la profesión de “sus labores”, y con año de
nacimiento el de 1878.
Las antiguas reminiscencias que cita
Bethencourt Alfonso, y la llegada de diversas familias loceras de
Fuerteventura, entre las que se incluye la madre de María Antonia Martín
García, contribuye, a juicio de Fariña González, a que la loza que se elaboró
en Garañaña tuviese características diferenciadores del resto de la cerámica
tradicional de la isla de Tenerife.
Esta anciana alfarera se llama María
García. Setenta años al cuento del oficio, en tierras del Sur. Y, eso sí, el
buen humor por delante. Las preocupaciones avejentan, y nada puede haber más
triste que la tristeza de setenta años sin sonrisas. Esta vieja alfarera lo ha
comprendido así, y tiene razón. El trabajo que se hace entre dos sonrisas es el
mejor que sale de nuestras manos. Los objetos que salen de las manos sabias de
la anciana alfarera están hechos entre dos sonrisas. Con estas palabras inicia el periodista y poeta
Luis Álvarez Cruz un reportaje que se publica en noviembre de 1935, en el
diario La Prensa, bajo el
titular de “Las últimas alfareras de Tenerife”.
Luis Álvarez Cruz nos trasmite con su
característica maestría las peculiaridades del lugar que se encontró. Seña
María García es de Garañaña. Garañaña trasciende a guanche. Es un simple
montoncito de viviendas a la entrada de San Miguel. Un caserío rústico en donde
antiguamente funcionaban varias alfareras, que ya han desaparecido.
La tradición esta del barro amasado y
cocido necesita un lugar. Seña María ha escogido este lugar. Ha enclavado su
taller en La Suertita, al final de una calle empinada, que también puede ser
camino, y en donde –una, dos, tres casas- ya se ha visto todo lo que hay que
ver en una primera ojeada errabunda sobre las tierras ardientes del Sur.
El taller es de una tosquedad conmovedora.
Aquí está el taller, pero a través de la
cáscara de las paredes de piedra sin encalar.
Dentro, una vez traspasados los dinteles
de la única puerta que hay en la casa, sobre el pavimento de tierra cruda,
objetos de barro cocido: tostadores, ollas, bernegales.
Nos describe como le cuenta esta vieja locera
sus quehaceres para sacar del barro su lado práctico; el lebrillo, para amasar
el pan o el gofio, para servir el potaje en la mesa; el tostador de grano, de
ese cereal que se llevaba al molino para obtener el aromático gofio; el tarro
del ordeño, de uno o dos bicos, en el que depositar la blanca transformación de
la aridez del Sur; la olla, para el guisado de diversos alimentos; la hondilla,
de múltiples usos; o la talla, para el acarreo y almacenamiento del agua. El ir
a recoger el barro, desmenuzarlo, mezclarlo con arena, amasado y sobado, darle
forma sin moldes. Ya las manos saben su cometido. Primero la base; luego la
parte media; finalmente el remate. Y ya el objeto está hecho, pero no acabada.
Hay que curarlo primero. Se almagra. Esto es: se barniza con una mezcla de
almagre y aceite o petróleo, frotándolo con un callao liso de la mar, y,
pacifico y simplista instrumento, raspándolo con una cuchara. Unos días a la
sombra y ya está el objeto curado. Seguidamente, una temporadita al sol.
Finalmente el horno de piedra abre una boca desdentada para tragárselo. Y después se disponía a venderlo en la
misma calle, en los pueblos cercanos. Antes, ganándose menos se vivía mejor.
Ahora, que se gana más, apenas sí se puede vivir.
Luis Álvarez Cruz cierra su reportaje
amasando su arcilla de palabras, y diferenciando su trabajo del de esta última locera de San Miguel de
Abona que durante varias décadas mantuvo vivo el horno de la tradición. Usted
hace ollas de barro; yo manipulo la arcilla literaria para esta curiosa
frivolidad de las gentes del pueblo. Con una diferencia; que su barro brota
entre dos sonrisas, y el mío se “amorosa” a veces con dos lágrimas. Quizá estas
lágrimas espirituales de ahora estén destinadas a caer sobre el recuerdo de su
barro guanche.
Fue mi abuela me acuerdo perfectamente de ella la vi trabajar y en el comentario hay bastantes errores pero vale.
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