Manuel Pérez. Tijoco de Arriba, 2006 |
Nuestra cultura tradicional se aprende con personas
como Manuel Pérez Vargas, que atesoran lo que la naturaleza le fue enseñando a
lo largo de una vida dedicada a los quehaceres del campo. Manuel Parranda, cuyo nombre y apodo le proviene de su padre, Manuel
Pérez de León, reconocido cabrero de este Sur, que al igual que su madre,
Ursula Vargas Morales, eran naturales de la Vera de Erques, Guía de Isora, y en
cuyo lugar también nació nuestro protagonista, en el frío del mes de febrero de
1925. Sus padres trabajaban con la empresa Fyffes, cuidando un rebaño de vacas,
hasta que el año de 1936 las sustituyeron por una manada de cabras. En esos
años compaginaban su estancia entre El Almácigo y El Bebedero. En invierno
estábamos aquí abajo, en El Almácigo, y después cuando llegaba el mes de
febrero, primeros de marzo nos díamos parriba, pal Bebedero, y estábamos
allarriba hasta el mes de junio, primeros de julio, entonces ellos se marchaban
pabajo, mi madre y mi padre y las cabras quedaban allarriba. La cabras las
traíamos pabajo ya cuando los tiempos refrescaban, en septiembre, octubre,
entonces ya las bajábamos paquí pal Almácigo.
Sus padres estuvieron en esta zona una larga
temporada, y como siempre las edades son un buen punto de referencia para
ubicarse en el tiempo y en el espacio, en este caso la guía es el benjamín de
los siete hermanos; el más pequeño cuando fueron al Almácigo tenía tres
meses y salió de veinticinco de ahí.
Al dejar sus padres el cuidado de esta manada, la continuó Manuel durante unos
cuatro años más. En 1953 se casó con Pascuala Rivero Fraga, fallecida hace casi
cinco años; hija de otro cabrero que estuvo por esa zona, Manuel Rivero Martín,
que se encontraban en esos años en Pino Redondo.
La década de los años cincuenta no son años de
bonanza en las Islas, intenta su aventura en Venezuela, donde estuvo 16 años, y
de donde regresa en 1972. Se plantea algunos negocios pero decide volver a los
orígenes, al cuidado de otra manada de cabras. En este caso en Tijoco de
Arriba, en Adeje, en cuyo lugar reside en la actualidad. Comienza con diez
cabras, para ir creciendo en número, hasta dejarlas definitivamente, “en el
noventa ya las había quitado, cuando las vendí tenía setenta y cinco nada más,
porque esto es reducido, no podía tener muchas.
Manuel con juguete que elaboró con maguén de pitera y pintado |
Con los relatos de Manuel recorremos las medianías de
Guía de Isora y Adeje, andamos por sus veredas aprendiendo cada una de las
piedras que las jalonan. Con sus cabras transitó por Vera de Erques, su lugar
de nacimiento; El Almácigo, en donde se crió; El Bebedero, zona a la que se
trasladaban en los inviernos y primavera; o la parte alta donde pasaban las
noches varias manadas de Fyffes. Veces de noche dormían juntas las tres
manadas que había áhi, allá donde le dicen el Monte de las Goteras, del Llano
Negro parriba, dormía el ganado áhi, por la mañana bajaban de arriba y venían
pacá. Entonces las del Pino Redondo se quedaban allí, las mías bajaban pabajo y
las de Antonio Hernández bajaban palla, pabajo. Manuel subía hasta Los Filos, por la zona de El
Colorado, el Tiro del Guanche, Boca Tauce o Chabao.
En su infancia y juventud se trabajaba de lo que
surgiera, si hacía falta cuidar las cabras, sembrar papas, segar cereales o
secar higos de leche. Y como resaltó, siempre en labores con su familia o por
su cuenta, yo tengo ochenta y uno año y no ha trabajado con nadie de peón,
todo lo que ha trabajado ha sido por mi cuenta, estuve en Venezuela, todo lo
que trabajé allá lo trabajé por mi cuenta y aquí tampoco.
Fueron años de penurias, en los que cada hogar
resistía con lo que se le extraía a la tierra, pero como recuerda Manuel en su
casa los pasaron con trabajos pero con sus necesidades básicas cubiertas. Nosotros
en esa época, arreglado a la situación que había y la gente como vivía,
nosotros teníamos un bienestar áhi, teníamos un bienestar porque no
trabajábamos con nadie, teníamos que comer, no cosas buenas ni mucho menos pero
no nos faltaba la comida. Pasábamos higos, recogíamos grano. Todos esos morros
los sembrábamos de trigo, mi suegro allá en el Corral llegó a coger sesenta y
tres fanegas de trigo, no son tres granos, trigo bueno, y no teníamos hambre
como pasaba toda la demás gente aquí.
Momentos en los que se aprovechaban todos los
recursos, como los frutos de la higuera, que se consumían en fresco o pasados,
recurso imprescindible para pasar los fríos meses que se avecinaban. En ese
tiempo un higo que estaba allarriba se le tiraba una piedra, no es como hoy que
se pudren áhi y nadie los mira, hombre por dios. Eso era una comida muy sana,
muy saludable y muy buena. Esté salía de madrugada o iba pa la cumbre, se
llevaba unos poquitos de higos y un pedacito de queso, si tenía, y estaba
comido tranquilo todo el día, como hubiera agua cerca donde beber, ya estaba.
A Manuel también le tocaba comercializar el queso que
les correspondía de la medianería. Nosotros teníamos la mitad y Fyffes tenía
la otra mitad, lo pesábamos en Icerce, estaba el encargado. Cargábamos las
bestias cada medianero, lo traíamos aquí, lo pesábamos y Fyffes se quedaba con
su parte y nosotros nos llevábamos la nuestra y entonces nosotros lo vendíamos
pa Guía, pa Adeje, yo iba vendiendo queso hasta Chío. Eran quesos de buen tamaño, de unos diez kilos, que
hacía su madre, como marcaba la tradición, con el cuajo obtenido del estomago
del cabrito, ya seco. Para venderlo, que en los años cuarenta su precio rondaba
las veinte pesetas el kilo, había que recorrer los pueblos vecinos. El queso
en esa época era también un problema pa venderlo, había mucho ganado, mucho
queso, aunque se vendía más queso en esa época que hoy. Con gran competencia por las manadas que existían
en la zona, pero con la ventaja de la reputación que poseían los quesos de los
alrededores del Pino Redondo.
El queso era otro de los alimentos imprescindibles en
la dieta, no sólo de los cabreros. En su casa siempre se guardaban algunos para
el verano, cuando las cabras ya no daban leche. Había que almacenarlos en
optimas condiciones, mi padre cuando llegaba el mes de mayo dejaba siempre
tres quesos pa guardar, pa la casa, pero los quesos eran así, y cuando se
curaban los garraba y los mandaba en el cajón del trigo, eh, eso cuando se
sacaba, eso era mantequilla.
Manuel llevó la vida reflejada en su rostro, por sus
huellas se condensa el saber aprehendido a través de la tradición oral, la de
su entorno, esa que ha sabido optimizar los recursos, extraerle el máximo
posible a cada una de las labores encomendadas, ya fuese la siembra de
cereales, cuidar de los animales, secar la fruta leche o alargar la vida a los
alimentos. Pero además Manuel supo transmitir esos conocimientos, que no se
hundan en el olvido, y lo hizo con la paciencia y el conocer de primera mano de
lo que relata.
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