Marcos Brito
Cuando se entabla una conversación con una persona que ha estado ligada a la tierra, que la conoce porque la ha habitado, que la ha hecho suya, en ese amplio sentido de atesorarla como su propia vida, pronto se da uno cuenta que sus conocimientos llegan envueltos en esa sabiduría que ha adquirido con pausa, con el sosiego preciso para que se haya quedado impregnada en cada uno de nuestros poros.
Angélica Dorta Pérez nació en 1938, en San Miguel de Abona, y desde esa fecha su vida se anudó al campo, a la agricultura y al cuidado de animales, entre los que destacaban las manadas de cabras. Labores que arrastra desde su cuna, en la ayuda que desde la infancia prestaba a sus progenitores, Jerónima Pérez González y Eladio Dorta.
Momentos repletos de incomodidades y con un continuo bregar en la lucha por subsistir, como relata Geca, trabajos, trabajos y más trabajos. Un cuarto, una cueva que arreglaron pa la cocina y un cuarto para dormir, que no había sino trabajos. En este pago de El Frontón, con un puñado de viviendas, antes no tenía sino un camino, no tenía tanta casa. Y ayudando en las labores, en busca de la diaria alimentación y en cuidar a sus hermanos pequeños, criando muchachos, diéndo a buscar papas de grelos a las huertas pa comer y pasando trabajos.
Y parriba y pabajo con las cabras, pal Guincho, pal Marrubial, pa La Silleta, pa Los Ancones, trabajos es lo que pasé, trabajos, trabajos, y escalza que no tenía las uñas, de tropezones en esas piedras. Una muchacha chica, que mi padre me levantaba pa guardar cincuenta cabras, me llevaba tullía, escalza, ni más rebeca, ni más nada, sino un saco desos de tres listas.
Un mes me mandaron a la escuela, de allarriba del Llano del Ingenio, y pa lo que fui bastante aprendí. Pasé muchos trabajos, hambre y necesidad, y ropa pa salir, un traje y una rebeca que me costó ochenta pesetas, me acuerdo. Y los zapatos primeros que me puse me costaron setenta pesetas. Ya media mujer, pero no podía porque no había dinero.
Angélica Dorta Pérez anudó su vida a esa memoria colectiva que representa la tradición oral en nuestro venerado Sur. Sus recuerdos, sus imágenes, reúnen conocimientos ancestrales, mejorados, que fue acopiando en las prácticas agrícolas y ganaderas.
Sus relatos aportan una gran riqueza documental, sus andares en el tiempo y en el espacio se fueron impregnado de testimonios cercanos, tal como se reflejan al contar el tono de su vida, de los suyos y de los de su alrededor, que nos ayudan a conocer lo temprano que se iniciaba en la ayuda familiar, donde todas las manos eran pocas, y que nos marca los tiempos de la siembra, de la época de parir las cabras, que con el correr de los años se fue adelantando; o como había que tener precaución con los cuervos que atacaban al ganado recién nacido. Sus narraciones se pueblan de infinitas labores, desde cuidar el ganado a ordeñar o hacer el queso, desde coger leña, piñas, o retamas, a trasladarlas en camello, burro o a la cabeza. Desde sembrar o coger papas, a sembrar y arrancar trigo, cebada o lentejas, y su posterior trillado. O de topónimos que los cambios de nuestra geografía van sumiendo en el olvido. En suma, de abundantes y precisos matices que envuelven su amena conversación, siempre apoyados por la riqueza de los conocimientos que atesora. Y sobre todo, del amor que siente por este trozo de tierra en el que compartió su vida.
Conocimientos que adquiere en ese natural aprendizaje del día a día, de unas labores entre la agricultura y la ganadería que la llevó a recorrer buena parte de este maravilloso Sur. Con los suyos anduvo por diversos pagos de Arona, Granadilla de Abona, San Miguel de Abona y Vilaflor. Y desde que unió su vida, en 1955, con su esposo Antonio García García [Vilaflor, 1921 – 2010, San Miguel de Abona] sumaron los de Adeje, Arico o Guía de Isora, además de una estancia, corta y de mal recuerdo, en Santa Cruz de Tenerife. Y llegaron sus hijos, Norberto, Antonio, Carmen, Ángel y Candelaria. Y fueron vueltas, y más vueltas a los manchones, recalando en La Asomada, San Miguel de Abona, en cuyo lugar aún reside.
Y en sus relatos cobra importancia esa cumbre que tantas veces recorrieron, Antonio y Geca. Trashumancia pastoril, pero también lugar donde recoger la leña para el fogal y la retama para alimentar a los animales. Esa cumbre que conocieron como las palmas de sus curtidas manos, Marrubial, de Guajara y su Sol de los Muertos, Valle Ucanca, La Majada Vieja o el Morro de cho Norberto. Y tantos y tantos nombres a los que Geca, enlazó su vida y la vinculó a los ritmos de una naturaleza, a menudo esquiva y dura.
Sus duras vivencias transcurrieron por momentos de escasez y de aprovechamiento al máximo de los recursos, como el del agua, en los que su familia padeció su escasez y en ocasiones tuvieron que recurrir a la recogida del agua en los eres, como el del Barranco de la Orchilla, y al agua que discurría por las atarjeas de riego. O ese trato que se les daba en las medianerías, como las casas que se le cedían para vivir en ellas, un cuarto, allí cueros de higos pasados, allí porretas, allí higos de leche, allí el queso, allí comíamos, allí dormíamos, y tenía pegado otro cuarto, por no techarlo y ponerle un piso estaba uno como un cochino.
Y dormir sobre colchones de fajinas, de barrillas, o de gamonas, cuando estaban secas, mi madre se levantaba temprano, que estaban serenadas y jacía tres o cuatro jaces y ese era el colchón. Mi padre le ponía unos palos, unas tablas y después le ponía aquello encima, o jacía mi madre un colchón de sacos.
Los diálogos con Angélica Dorta Pérez [El Frontón, 1938 – 2022] son enseñanzas de la maestría de una vida, es una continúa muestra de sabiduría, de ingenio para apropiarse de viejas costumbres sobre las prácticas agrícolas, en esas labores tradicionales que aprendió en la infancia y que ejerció durante toda su vida. Las labores de Geca han sido infinitas, yo ha trabajado más, sembrar papas, como en los tamateros. En cada lugar además de la cabrería también se dedicaban a la agricultura, como durante su estancia en El Río, donde sembraba papas blancas en tierra negra. Mi madre iba pallá ayudarme, yo cogiendo papas y ella apañando. Yo me cargaba una bolsa de sesenta kilos, del suelo al hombro.
Geca, es de esas personas con las que se aprende a viajar en la vida, a contemplar y apreciar lo que nos rodea, con la sencillez de sus gestos y de sus palabras. Una mujer a la que escucharla contando, reviviendo esos momentos alargados en el tiempo, nos hace recuperar ese tono de sensibilidad que se adquiere al estar en continúo contacto con la naturaleza. Naturalidad, que transita entre sus palabras, entre sus reflexiones, con tanta modestia que hay que realizar un esfuerzo para interpretar la grandeza de sus aportaciones.
Antonio García y Angélica Dorta. La Asomada, 2006