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Josefina García Cejas. Valle de San Lorenzo, 2000
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Josefina García Cejas nació en 1910, en Las
Piteritas, en el Valle de San Lorenzo, al pie del Roque de Jama. A ese Roque
que tanto le gustaba contemplar, en su vejez, sobre todo en las largas tardes
de verano cuando acomodaba una silla en la acera de su casa y ejercitaba sus
trabajadas manos en confeccionar rosas, y de vez en cuando levantaba su mirada
y giraba la cabeza a su derecha para observarlo.
Josefina es hija de José García González, José
Gloria, agricultor, y de Encarnación
Cejas González, reconocida costurera especializada en vestimenta de hombres,
quienes residían en Las Piteritas, en La Cabezada. Y fue su madre quien la
introdujo en el hermoso arte de la confección de las rosas o rosetas, que de las
dos maneras se conoce este rítmico baile entre alfileres, de aguja e hilo; pero
con la voz rosa con mayor grado de aceptación.
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Josefina García Cejas, en su juventud |
La confección de rosas se heredó de madre a hija, que
había que encontrar recursos para ir subsistiendo. Y se realizaba en los
momentos libres entre los quehaceres de la casa y los trabajos agrícolas. A la
edad de cinco años ya Josefina se acomoda el pique entre sus pequeñas manos,
para ir dándole forma a las primeras rosas, a esa docena que tenía que elaborar
antes de ir a jugar.
En su juventud Josefina trabajó en el taller,
confeccionando rosetas, de María Hernández Reyes, La Cabuquera, situado en El Barranquillo. Tal como se le aprecia
en una fotografía de finales de la década de 1920. Imagen que recoge, sentadas,
de izquierda a derecha: Quiteria,
Felisa García Cejas y Juana Bello Hernández. De pie: José Linares Reverón,
Argelia Bello Hernández, Dolores Sierra, Josefina García Cejas, Cristina, y Leonarda Sierra. La que se encuentra en la puerta
es Antonia Donate; y el niño, Pablo Hernández.
Josefina continuó en la vivienda familiar hasta que
contrae matrimonio con Nicolás Delgado Hernández, quien era hijo de Laureano
Delgado Sierra, Laureano Tenero,
y de Amalia Hernández Rodríguez. Nicolás es recordado por ser al que se recurría
para amortajar a los muertos, para que pusiera las inyecciones o para matar y
descuerar a cualquier animal, sobre todo a cabras y cochinos. Nicolás Delgado
Hernández había enviudado, estuvo casado con Encarnación Delgado Delgado, con
quien tuvo dos hijos, Laureano y Pablo Delgado Delgado.
Nicolás y Josefina residían en La Fuente, en cuyo
lugar nacieron sus 4 hijos: Nicolás, José, Josefa, que falleció con 9 años, y
Paulina Delgado García, en 1951, año en el que se trasladan a vivir a El
Toscal. Eran momentos en los que la agricultura era la principal ocupación, y a
la que Nicolás se dedicó toda su vida, tanto en sus terrenos como de medianero,
y al cuidado de animales, como vacas, cabras o camellos, con los que realizaba
labores en la agricultura y en el transporte.
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En el taller de María Hernández |
En El Toscal, al pie de la
carretera general del Sur acondicionaron un local, en los primeros años de la
década de 1950. En esos iniciales momentos se dispuso de almacén de papas de
semilla, que se vendía a los agricultores de la zona. Con posterioridad
regentaron una cantina, que con el tiempo se amplió a tienda de comestible, a
la que muy bien se puede aplicar la expresión de todo vendía.
Negocio que mantuvo abierto hasta finales de la década de 1970, y que después
regentó su hija Paulina, como estanco.
Y aquí continuó Josefina con la elaboración de las
rosetas, cuyo buen hacer mantuvo hasta pocos momentos antes de su
fallecimiento, acaecido en agosto de 2007. Toda su vida tras los pasos de su
pasión, las rosas o rosetas, que tras confeccionarlas las vendía en San Miguel,
Jama o en Vilaflor, a cuyos lugares se desplazaba caminando.
La maestría de toda una vida se denotaba al
contemplar sus viejas manos, moviéndose sobre la hilera de alfileres que
marcaba el perfil exterior del pique. Urdía con destreza hasta alcanzar la rosa
final. Urdió casi desde la misma cuna, en la mayoría de los momentos con la
tenue luz de un quinqué de petróleo. Y aquí continúa, en el recuerdo, sentada
en su silla chasnera, en la acera de su casa y a un lado de su puerta verde,
con la mirada entre el pique y el Roque de Jama, y sus manos ejecutando uno de
los movimientos más hermoso que se pueden contemplar, llevando la aguja, el
hilo, a un ritmo endiablado entre los alfileres de un larga vida arraigada a su
tierra y a sus rosas.