Tomás
Trujillo Trujillo, más conocido por Pablo, nació “en el canto abajo de Las
Manchas”, en Santiago del Teide,
donde sus padres, José Trujillo Hernández y Constanza Trujillo Jiménez,
compartían su vida entre la agricultura y la ganadería. Su primer llanto llegó
acompasado del balar de las cabras, de la manada que cuidaban sus padres, entre
Las Manchas y Los Baldíos, y de la que en su infancia ya las atendía, como todo
hijo de cabrero.
Lo
que le garantizaba un oficio del que se tenía buena estima. “Desde que tenía
diez u once años ya ordeñaba las cabras, primeramente mi padre no quería que yo
ordeñara pero dispués un día se metió en el corral y no vía, pego, cojo la
cacharra, a ordeñar y cuando le aparezco con la cacharra leche, dice, pero
muchacho. Dice, que se las trillaba, dice que les apretaba mucho y se las
trillaba, pero yo nunca le trillé cabras.”
Infancia
en la que no conoció escuela, salvo la que le dio la naturaleza y el
aprendizaje del diario quehacer. “En aquella época nada más que el ganado,
sembraba, recogía, vivía de la agricultura. Y así pasábamos un tiempo como dios
mandaba, en aquel tiempo de las miserias lo pasamos bastante bien porque
teníamos gofio, cogíamos papas, fruta, almendra, de todo teníamos en la casa.” Y el gofio sobre todo de trigo, “cebada poca,
gofio de trigo, cebada como para manchones pa los animales y esas cosas.” Y repartirse el trabajo entre el campo y el ganado,
y tal como nos lo describe, con dos líneas basta para hacernos un resumen de la
historia de esos años, la desventura de la Guerra Civil y la emigración. “Díamos
yo y mi hermano Pedro, el que murió en la guerra y si no díamos yo y mi hermano
José, el que embarcó pa Cuba, el más viejo se fue pa Cuba y no se ha sabido más
dél. Mi padre tenía siempre los hijos que le ayudaban, o veces iba mi padre con
uno, yo o mi hermano Pedro. La vida de antes era una historia.”
En
esos años transitaba con el ganado buena parte de la geografía de Santiago del
Teide. Su padre tenía corral en Las Manchas y en Los Baldios. “Y a veces en
los veranos, en el que entra el mes de junio, las llevaba y sombriaba arriba
donde dicen Las Calderas, unos corrales que tenía arriba, ordeñaba arriba.” Una manada que Pablo recuerda con añoranza, “tenía
un rancho ganado que cuando bajaban por esos morros pabajo, eso daba regalo
verlas, y él tenía cascabeles, jierros de a peseta, de todas clases.” Y alguna vez subir al monte pero con la precaución
de evitar a los guardas. “Sí dían a veces a los montes áhi, pero poco
tiempo, si dían como esta tarde ya por la mañana bajaban, pero la tapadera era
Los Baldios. Dían a los montes y dispués al siguiente día antes que salieran
los guardas se marchaban paquí pa Los Baldios.”
Después
de la Guerra Civil, en la que también le tocó participar, de ese cuartel en el
que estuvo siete años, fue y vino varias veces a Venezuela, “fui tres veces,
pero día y venía, estaba un año, veinte meses, catorce.” Y entre medias de esas idas y venidas continuaba con
las cabras, no una manada como la de su padre, que su número sobrepasaban las
cien, pero si con las suficientes para hacer un buen queso. Este principal
producto lo vendía su padre a un gangochero. “Había uno de Arguayo que lo
compraba, le decían Cho Segundo el Chico. Lo llevaba pallá pa La Orotava, en
las bestias, tenía dos mulas grandes, venía aquí cargaba el queso en las cajas
y se día pa La Orotava a venderlo, se estaba dos días pallá vendiendo el
queso.”
En
la casa de su padre el queso era labor de su madre y cuando Pablo se casó, los
hacía y los comercializaba su mujer, Rosa González Rodríguez, con quien se casó
a los 21 años y con la que tuvo 7 hijos. Rosa González nació en Arasa cuando su
madre, Josefa Rodríguez, se tuvo que ir de Las Manchas al producirse la erupción
del Chinyero en noviembre de 1909. “Eran quesos pequeños de cuatro o cinco
kilos. Eso se vendía aquí, aquí mismo en casa, a cada momento venía gente a
comprar el queso.” Y siempre con la
máxima limpieza en su elaboración, con la precaución de “no echar leche
turbia al queso, de ninguna clase, el queso tiene que estar como la panadería,
limpia.”
Pablo
continúo el sendero de sus progenitores, dedicó su vida al campo. “Higueras,
viñas, almendreros, todo eso tenía yo aquí. Trigo, cebada, lenteja, de todo eso
sembraba, papas, algún saco de centeno.” Cuando podía compraba algún que otro trozo de terreno en el poder
pastar su ganado y sembrar en secano, salvo un trozo de regadío “más nuevo
que compré a uno de Erjos”. Así
sembraba en Las Manchas, en la Era del Hoyo, en el Natero del Trigo, Bajo Las
Manchas, en El Asiento o en El Calvario. Además de las quince o veinte cabras
que poseía, solía tener algún cochino y algunas ovejas, “la señora mía y mi
madre tenían siempre tres o cuatro ovejas en el goro, pero eso se acabó ya. La
oveja aquí en goro, dos o tres ovejas en el goro, lujo, engordadas y cuando le
parecía a uno se mataba y se comía, carneros igual dentro un goro, por
sentirlas aunque sea velar, no porque de producto.”
Este
viejo cabrero, este veterano agricultor de limpia mirada, fue narrando las
peripecias de su ajetreada vida con pasión, con añoranza por esa manera por la
que transcurrió. Atrás quedó su mirada, envuelta en nostalgia, “pero quien
se acuerda ya de la vida de antes, de los nuevos, nadie”. Su desbordante sabiduría tanto hacía un alto para
recordar los viejos caminos, como para contar las penurias que se pasaban con
las cabras cuando venían mal dadas, por las cíclicas sequías o por las
enfermedades que se presentaban inesperadamente. Que tanto relató los avatares
diarios como se enfrasca en recordar lo que le contaba su padre, al que la
erupción del Chinyero lo sorprendió en la misma montaña. Aferrado al terruño
que lo vio nacer, sin entender las prisas actuales, “viviendo como pobres” pero con un ritmo y un respeto por la vida muy
diferente al presente, miraba hacía atrás y la nostalgia envolvía la frase que
condensa su existir, “yo ha batallado mucho, donde usté me ve aquí yo ha
batallado mucho”.