Rosario Delgado. El Tapao, 2004 |
Rosario Delgado Hernández nació en El Roque, San
Miguel de Abona, un día después del día de Reyes de 1912. Momentos de sueños
infantiles, donde las alforjas, las cajas de los camellos no llegaban tan
repletas como en la actualidad; unas naranjitas y unas almendras colmaban la
mayor de las expectativas. Sus padres, Romualda Hernández Bello y Anselmo
Delgado García, también vinieron al mundo entre las paredes, de cabezas de
tosca y barro, de El Tapao, en El Roque. Un barrio que se asomaba al siglo
veinte con algo más de doscientos cincuenta habitantes y con una ermita, en
honor de San Roque, casi recién estrenada.
Sus padres eran medianeros, trabajadores en tierra
ajena, motivo por el que cuando tenía unos pocos años se trasladaron a la
propiedad de Gregorio García, en las Huertas de don Gregorio, en la parte alta
de El Tapao. “Mis padres a arar y segar, y plantar papas y coger fruta y
pasar porretas que le decíamos, higos picos los barría uno, bastante que pasé.
Teníamos muchos niños, mucha familia, éramos ocho hermanos”.
Después de cuatro o cinco años, vuelta a su casa y
a trabajar en las cercanías. Momentos en los que había que aprovechar las
disponibilidades, alargar las reservar, sembrar el cereal y las papas, recoger
y pasar la fruta, coger la cochinilla, cuidar de algunas cabras, cochinos y
gallinas. Además de los duros trabajos de la casa, entre los que se encontraba
los acarreos de agua, de la que no se disponía en demasía. “Bastantes
trabajos se pasaron, porque teníamos el tanque, aquí debajo, de mi tía Consuelo
y el de mi abuelo, el padre de mi padre, alládentro, en lo que mi abuelo vivía,
allí en Las Casas”.
Cuando el de estos aljibes se acababa había que ir a las fuentes, la de El
Tapao, la de Tamaide, la de La Fuentita, en el Valle de San Lorenzo. O al
Barranco del Drago, “parece que en un tiempo hubo un drago muy grande, le
había oído decir a mi abuela, ni mi abuela creo que lo conociera tampoco. Había
un charco, y se subía como un gato con el cacharro en la cabeza, un charco
firme que no se le iba el agua, yo creo que no se le ha visto nunca el fondo,
siempre había agua.”
A mediados de los años treinta se trasladan a las
inmediaciones de Buzanada, en Arona, a Bajo la Montaña, con Petra Bello. “Cogíamos
cochinilla, que la teníamos de medías, la fruta que de tres partes teníamos
una.” La cochinilla se la
vendían a José Delgado, natural de San Miguel de Abona, que poseía una tienda y
molino en Quemada. En Bajo la Montaña está tomada una de las fotografías que se
reproducen en este artículo. Se obtuvo para remitirla a tres hermanos que el
servicio militar los había alejado de su casa; dos, Jesús y Francisco, lo
estaban en la península, en la Guerra Civil, otro, Ángel, lo pasaba en Santa
Cruz de Tenerife. En ella se contempla a Rosario, la segunda por la derecha, a
sus padres y a otros tres hermanos, Argelia, Juan y Nélida.
En estos años también trabajó en el cultivo del
tomate, en El Tagorito, otra finca de la misma propietaria de la medianería de sus
padres, situada en Guaza, Arona. Allá iba en la época de la zafra, con su
hermana Nelida, y allí se quedaba mientras durara, con trabajos “desde que
amanecía el día hasta la noche, el sol allí amarillito en la cumbre.”
Una vez terminada la zafra del tomate retornaban a
realizar las labores en su casa, “cuando llegaba la primera semana de mayo,
ya nosotras veníamos parriba, porque mi padre araba y había que segar y mi
madre tampoco nos quería dejar botadas espedregando.” Quitarle las piedras a las huertas,
acondicionarlas para el nuevo cultivo, era una labor que realizaban las mujeres
una vez finalizada la cosecha. Cuando su padre segaba, llevaba el trigo o la
cebada a trillar a una de las dos eras que había en El Puente, lugar cercano a
Bajo la Montaña.
El cereal se tostaba a mano, en tostador de barro,
y se llevaba a los molinos. “También se molía a la mano, yo me acuerdo de
ver a mi madre, porque no había molinos antes sino allá por debajo de Arona,
que había molino de viento, que yo no me acuerdo pero se lo oía a mi abuela,
que se juntaban la familia, tostaban un poco, lo que una bestia cargaba, iba y
molía allá, cuando podían.”
Hace referencia al molino de viento de El Verodal, que estuvo en funcionamiento
hasta finales de la segunda década del siglo XX. Cuando estaban en El Roque
también llevaban el grano a moler en San Miguel, en el de José Delgado Delgado,
“que primero no tostaba sino sólo moler.” En Bajo la Montaña también lo acarreaban a otro
molino del mismo propietario, que tenía en Quemada, que por esa época, finales
de los años treinta, pasó a Miguel Díaz Monroy.
En este lugar permaneció hasta su boda con José
Díaz Sierra, en 1939; y sus padres hasta finales de la década de los cuarenta.
La ceremonia religiosa la celebró en la Parroquia de San Antonio Abad, en
Arona, y se festejó en la casa donde vivían sus padres. “Las bodas no podían
ser entonces mucho; chocolate y caldo de gallina, y sopa y papas compuestas con
gallinas. Después fuimos abajo a Quemada, a bailar.”
Rosario Delgado, segunda por la derecha, con sus padres y tres de sus hermanos, Argelia, Juan y Nélida, en Bajo la Montaña |
Su vida una vez casada se mantuvo apegada a la
tierra, trabajaban en diversas propiedades, en El Roque y en Jama. “Aquí
tenía mi tía Consuelo este sitio y tío Silvino también nos daba de medias en El
Roquito, cogíamos las huertas que podíamos, no éramos sino dos, no podíamos
sembrar mucho.”
La conversación con Rosario Delgado transcurrió
con amenidad, sus recuerdos brotaban a borbotones, inacabables, relata lo lejos
que estaba San Miguel, sobre todo si llovía, por las dificultades para cruzar
el Barranco del Lomo, “era barranco de cumbre, que cuando llovía mucho se
estaba dos o tres días pa la gente poder pasar.” O narra la costumbre de colocar unas piedritas
sobre el travesaño horizontal de las tres cruces que habían en el Lomo de La
Hoya: “Una mayor y dos más chicas, y yo cada vez que pasaba, cogía una, y si
no tenían ninguna le ponía tres a cada una y rezaba tres padres nuestros. Eso
le vía a mi madre, a la vez que la fe era esa, pasaba por una crucita, si uno
quería rezar un padrenuestro ponía una piedrita.”
La narración también se detiene en otras tareas
domesticas, como cuando en la matanza del cochino preparaba las morcillas, con
la sangre, matalahúva, pasas, arroz, para después cocinarlas y colgarlas hasta
darles buena cuenta. O la siembra de los chochos que su padre realizaba en el
Roque de Jama, bien con destino para los animales o para el consumo propio,
imprescindibles en carnavales; y su larga preparación, dejándolos de remojo,
cocinándolos con un poco de ceniza, y volverlos a poner de remojo varios días
más. Así como las noches que pasó en el barrido y pelado de los higos picos,
para después dejarlos en el pasil, que se secaran al sol, y disponer en el
invierno de la rica porreta.
O se recrea en los bailes por los festejos de San
Roque o alguna promesa por San Pascual Bailón; así como las celebraciones por
San Juan: la recogida de flores a las novias, mudar las plantas de una casa
para otra, saltar las fogaleras.
Y todo ello lo relató con la ternura que atesoraba
en sus años, así lo contaba pocos años de su fallecimiento en 2008, con la
alegría que se denotaba en el brillo de sus ojos al recordar con cierta
nostalgia el eco de sus pasos, el de sus seres queridos, por entre las piedras
de El Lomito, El Roquito, La Degollada, El Revolcadero, Pájaros, Barranco del
Roque, Cercado de la Fuente, Donate, Las Casas, o por ese otro que se estremece
en lo más cercano al corazón, El Tapao.
Me encantan estas historias,qué diferente era todo y qué distinto,una vida más dura.
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