miércoles, 13 de julio de 2016

María García García, MARÍA SUSANA, rosetera


María García García en El Morenero, Vilaflor


Rosa o roseta, roseta o rosa, que de las dos maneras nos la definen esas mujeres que se han dedicado a este noble arte, este baile entre alfileres, sinuoso, mágico, de aguja e hilo. Rosas de alfiler, como le gusta llamarla a Dolores García García, hija de María García García, quien ilustra, enseña los pormenores de esta vieja tradición, que ha pervivido pasando de las manos de las madres a las hijas, y quien aporta algunos comentarios sobre su madre.
Labor de manos femeninas, que en contadas ocasiones se recoge como profesión en los censos de población, como en los del Municipio de Arona, donde no se han encontrado después del de 1920. Y en el que se inscribe a María García García, con 21 años de edad, de profesión su casa habitando en La Hondura; casada con Benito García Sierra, de 25 años y de profesión labrador, además de ejercer de zapatero; y con un hijo de 2 años, Benito García García.
De rosetera se ejercía, preferentemente, a ratos, de día, en el zaguán, en el patio, en la puerta de la casa; de noche, a la luz de un quinqué de petróleo; como complemento de las quehaceres diarios: la familia, la casa o la medianería. Como lo describe Dolores García García, rosetera e hija de rosetera: Todo el mundo hacia rosas, a ratitos, porque era lo que había pa uno ganar un duro pa vestirse y pa todas esas cosas, era lo más que, pero todo el mundo se dedicaba a eso, y se ponía uno al pie de un quinqué de petróleo haciendo rosas hasta por la noche pa uno ganar una peseta.
Se comienza con la fabricación del cojín: tela rellena de cerrín o de tamo. Cubierta con suela o garra de albarda: cuero de albarda en desuso. Sobre este cuero cosido a la tela, que bien pudiera ser por dos de sus caras, se preparaba el pique: hilera de alfileres que marcaba el perfil exterior de la rosa. Para la confección de la rosa se emplean diversas maneras, según el tipo, tamaño, cada mujer tenía su modo de ejecución. Se urde: se pasa el hilo entre los alfileres separados medio centímetro del cuero. En una primera pasada el hilo recorre la mitad de los alfileres, en un juego de uno sí, otro no; de un lado al otro a través de un alfiler central, alternado a su izquierda y a su derecha; en una segunda se pasan por los restantes. De este modo queda el hilo más suelto, lo que facilita el posterior zurcido, ese baile a ritmo de polka majorera interpretado por una aguja diabólico, casi imperceptible para el ojo profano. El dibujo, sus infinitas variantes, toma forma como cual lápiz grafito sobre lienzo. El fondo del cuero se puebla de blanco, de marfil, de beige, de infinitos colores.   
Las rosas se denominaban por la forma en que se confeccionaban, a María García García le gustaba hacer mucho la rosa que le decían de pera y de vena, de hojas como para adornar el paño dentro. Lo más frecuente era que la persona que comercializaba estas rosetas aportaba los ovillos de hilo a la rosetera, con posterioridad les recogía las rosas y les abonaba por unidades, por docenas. Después otras manos se encargaban de unirlas y confeccionar los paños. María García solía dejar las rosas a María Delgado o a Avelina Sierra, de La Escalona, que eran las que le suministraban el hilo y las que confeccionaban los paños. A ella le daban el hilo, ella las hacía, después una persona las recogía, hacía los paños y los vendía. En la década de los años cincuenta se solían pagar a una peseta o peseta y media la docena.
María García García, María Susana, obtiene su apodo por el nombre de su madre, Susana García. En la fotografía que ilustra este comentario, tomada en la década de 1950, nos la muestra en labores de rosetera en El Morenero, en Vilaflor, donde junto con su marido, Benito García Sierra, trabajaban de medianeros. Se encuentra sentada sobre un saco de pinillo en el exterior de la vivienda de este pago chasnero, urdiendo una rosa. Imagen que inmortalizó, como comenta su hija Dolores García García, un extranjero que después se la mandó a la Boca del Cascajo, a casa de José Beltrán.
Quehacer para el que se requiere presteza, sobre toda la que han adquirido esas viejas manos cargadas de años, las más frecuentes en la confección de rosas, donde la longevidad no es ningún inconveniente, tal vez un requerimiento como lo atesoran los múltiples ejemplos que nos hemos encontrado de octogenarias mujeres, en cuyo regazo, y entre los pliegues de sus manos, aún baila la aguja y el hilo al son que marca sus muchos años. Tal como le ocurrió a María Susana, cuyo fallecimiento, a los setenta y siete años, le sobrevino casi con el pique entre sus manos, tal como lo narra, con emoción contenida, su hija: la última rosa la dejó urdida en el pique, porque ella murió de repente.

Documentación: BRITO, Marcos: Nombretes en el Sur de Tenerife. Y Valle de San Lorenzo. Imagen y memoria. Llanoazur ediciones

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