lunes, 16 de septiembre de 2013

Elaboración tradicional del queso de cabra



Maruca Cabrera. Casa del Conde, 2001

De la cabra, que en estas tierras del Sur ha sido el sustento de numerosas familias, se aprovecha casi todo, la carne, la leche, el cebo, la piel y hasta su estiércol. Y sobre todo su leche, transformada en queso a través de esas manos prodigiosas de las mujeres de los cabreros, que eran las responsables de que cada uno de los pasos para convertir el líquido en sólido. Y en este caso la narración la aportan dos de estas mujeres, Ofelia Pérez Díaz, tristemente fallecida, esposa de Salvador González Alayón, y que transitó por los Municipios de Arona y San Miguel de Abona. Y Josefina Cabrera Bethencourt, Maruca, esposa de José Trujillo González, que desde su Vilaflor natal pasó por La Tarraza, en Arona, para establecerse en la Casa del Conde de Granadilla de Abona a partir de comienzos de los años sesenta, y donde todavía lo sigue elaborando. 
La cantidad de leche que se obtiene de cada animal, depende de su raza, de los pastos. Una manada yo creo, así sueltas por áhi promediando a dos litros por cabeza, a dos litros y medio, es estar bien. También habían otras que sobrepasaban esos litros, pero no era lo normal en un animal en pastoreo extensivo.
Para que la leche cuaje se necesita un coagulante, tradicionalmente se ha utilizado el estómago, el cuajo del baifo; en el Sur de Tenerife se han encontrado referencias a cuajos vegetales pero han sido testimoniales. Antes de sacrificar el animal, a los pocos días de nacer, se le hacia beber bastante leche para que su estomago estuviese lleno. También, y para tener mayor seguridad de limpieza y de higiene, y que en su interior no tuviese ningún resto de tierras o de otros alimentos, se le daba la vuelta al cuajo, se limpiaba y a continuación se llenaba con leche. Después eran colocados en sal, alternando camada de cuajos y otra de sal, de esta manera se mantenían hasta un mes para con posterioridad sacudirlos, quitarles la sal y dejarlos secar a la sombra, colgados en el cañizo del cuarto de la leche.  

  Ofelia Pérez. Cañada Verde, c. 1990
O situándolos a los rayos solares directamente, como así ha preferido hacerlo Maruca. `De sal hace pocos años, se sacaban al sol, puestos en un palo, los poníamos, si eran cuatro o cinco, en un palito. Áhi en la Casa del Conde el palito lo ponía debajo de las tejas, porque la sal hace pocos años, nada más que al sol, y para mi es mejor al sol que en sal.`
Con un trocito de unos tres centímetros de este cuajo, se pueden espesar unos cincuenta litros de leche; con siete litros de leche obtendríamos un kilo de queso. La cantidad la marca la experiencia, si se le echa poco se obtiene menos queso, si es más, se puede descomponer. Por la mañana se deja ese pedacito en remojo, en agua y sal, y cuando se ordeñe al mediodía se machaca en el mortero y se mezcla con la leche y se deja reposar, una media hora, y se obtiene la cuajada, lista para su paso al aro sobre la quesera, y el suero que se aprovechaba tanto como alimento humano como para los animales.
La esencia de la leche, al echarle cuajo, es remover bien, porque si no se le da sino un palo, cuaja trozos si, otros muchos no. Porque el queso que tú partías, que si alguno has comprado y ves vetas negras es porque no fue bien revuelta. Se remueve con una “lata”, con un palo, que bien pudiera ser de duraznillo, de brezo o de balo, con movimientos en principio lentos para con posterioridad realizarlos más rápidos, al mismo tiempo que se introduce poco a poco el palo. Y poco a poco, y dando, y cada vez más fuerte y cada vez más fuerte y cuando llegues abajo das fuerte y antonces lo del alto llega abajo, porque como remueles ves tú que sale, formas un remolino. Los utensilios tradicionales para esta labor han sido aros de cinc, de latón, y la quesera de madera, acondicionada para realizar de uno a tres quesos, era lo más frecuente.
El tamaño del queso para su venta se ha adaptado a las preferencias del mercado, a comienzos del siglo veinte era usual realizarlos de siete o nueve kilos, así nos lo narró Salvador González Alayón: `cuanti mayores mejor, cuando el queso pa secar, pero ya después tuvimos que coger la ruta de bajar eso, porque pa tú vender en la tienda si lo hicieran de a kilo mejor. De antes un queso siete kilos, siete y medio, bueno, porque eso pa secar, ¿no?, porque después le queda más masa. Pero ya nosotros a lo mejor hacíamos hasta seis quesos, compartiendo de a dos kilos, de a tres kilos, lo querían más en los mercados`. Asimismo se han adaptado a añadirles, o no, sal, según las peticiones de sus consumidores.
Cañizo con quesos y cuajos. Casa del Conde, 2004
También por las primorosas manos de Maruca ha transcurrido el proceso de curarlos. Antes nos encargaban familias que siempre les curábamos dos o tres quesos, y se lo dejábamos curar y yo le ponía el aceite y le daba el pimiento molido. Orearlo quince o veinte días y dejarlo en aceite de oliva una semana, o un par de días, se saca, se deja que escurra el aceite y darle pimentón o gofio. O ahumarlos, como lo realizaba Ofelia en la Cañada Verde, quemando pecas secas, previamente mojadas para que aportaran mayor cantidad de humo.  
Y después toca la comercialización, como ejemplo recojamos por los momentos y lugares por los transcurrieron José y Maruca. En la década de los años cincuenta, se lo pagaban a 18 pesetas el kilo; así fue en su estancia en Vilaflor y en Arona, incluso cuando en los sesenta llegaron a Granadilla. Y después al año, a veinte, después subió. Dicen que le iba a subir un duro, subieron a veinticinco, y después en sesenta pesetas estuvo mucho tiempo, y después subió, y ahora a ochocientas cincuenta pesetas.
En Vilaflor se lo vendían a Pepe Fuentes que tenía un comercio aquí en Granadilla, lo tuvo primero en Vilaflor, allí en La Cruz´. En su etapa de estancia en La Tarraza, Arona, lo solían llevar a San Miguel, a Rosario García, a Elvira Rodríguez; o a Las Galletas para las tiendas de Agustín Fumero y Fernando Salazar; en Aldea a Valentín Alonso. Y en Granadilla se lo recogía José González y en la actualidad su hija Consuelo González.
Para trasladarlos a San Miguel desde La Tarraza tenían que llevarlo al hombro hasta Cho y allí coger la guagua. La costumbre era cargar con los siete quesos de la semana, y cada uno rondaba los nueve kilos. ´Siete quesos, iba el cajón encolmado, los curados los ponía empinados y los otros echados, y en Cho los recogía la guagua de Agustín Reyes, que era la primera que salía parriba, me subía y pa San Miguel, se lo vendía a Flora, se lo vendía a otros`.
Para esta alquimia de la naturaleza se parte de una excelente materia prima. Cabras acostumbradas a comer lo que hubiese, seco o verde, capaces de transformar la conejera, la rosquilla, la marañuela, la maravilla, el trébol, el corazoncillo, la cerraja o el marmojallo, en ese manjar blanquecino. Pero también en adaptarse a la más terrible de las sequías y alimentarse de higos picos barridos, piteras, o de las palas de las pencas. Cabras capaces de atrapar de la necesidad, su esencia, y devolvérnosla repleta del sabor y del aroma de la leche.

Documentación:
GARCÍA GONZÁLEZ, Leticia. BRITO, Marcos: Casimiro Díaz Hernández. De la trilla al ordeño. BRITO, Marcos: José Trujillo González. Maruca Cabrera Bethencourt. Cumbre y costa en la memoria. BRITO, Marcos: Salvador González Alayón. Un cabrero para la leyenda. Llanoazur ediciones