miércoles, 28 de agosto de 2013

En recuerdo de un viejo pescador, Leopoldo Díaz Tavío

  Leopoldo Díaz Tavío. 1998
 
Escuchar, en este caso recordar lo escuchado, a un maestro de la mar que siempre estará presente, como es Leopoldo Díaz Tavío (Los Cristianos 1908-2000), es aprender a apreciar lo que nos ha legado la naturaleza, sobre manera ese trozo de esperanza que puebla la línea de unión entre la mar y la tierra. De su mano, arrugada por la sal y el sol, hemos transitado por algunos rincones de su vida, de su alma. Sus recuerdos nos apuntan la costumbre de sus antepasados, también pescadores, que iban a faenar según las pautas que marcara el viento; “Cuando había viento de abajo pescaban parriba y cuando había viento de arriba se largaban pabajo.” “Parriba” no solían ir más allá de Montaña Roja y “pabajo” lo frecuente era realizarlo en  la mar de Adeje” y en algunos casos hasta Teno. Faenas al que se trasladaban a remo y vela, de día y de noche, con luz solar, con fuego de tea o con petromás. Leopoldo lo solía hacer entre Punta Salema y la mar de Adeje.
Sus palabras avivan los recuerdos, nos traen olor a pescado y a sal, al sonido del chapoteo de remos y a los cantos del viento, arremolinado en las velas de muselina, que nos llegan sobre el leito de su barco, El Turrón. Pero también nos traen olor a madera, a cola y a clavos, ya que Leopoldo trabajó de carpintero de ribera, en el arreglo de sus barcos y en la construcción de algún otro. Trabajó junto a Agustín Alayón, a Antonio Melo, con quien construyó en los años sesenta diversos barcos para Eloy García, La Gaviota y El Pardelo, de unos 6 metros de eslora; y El Guincho, de unos 10 metros; y en sus últimos trabajos con José Martín Melo. En estos recuerdos de quilla y roas, de popa y de proa, de cuadernas y maderos, siempre tiene un hueco para perpetuar la presencia de Aniceto Cabrera, ese “maestro de todo”, quien le enseño a trazar con precisión las tablas, esas pequeñas labores, esos jeitos, con las que se facilita y se mejora el trabajo de la carpintería.
  Leopoldo Díaz Tavío. Finales década de 1920
La mar no le guardó ningún secreto, la conocía como la palma de su mano. Conocía los mejores puestos de pesca como nadie, “los puestos verdaderos están donde no se ve el fondo. Los puestos continúan, las marcas son las que han desaparecido.” Todo este complejo enjambre de construcciones también ha hecho que la localización de estos lugares de pesca haya tenido, en el mejor de los casos, que adaptarse a unas nuevas marcas. Los pescadores para un mejor aprovechamiento de los recursos se guiaban de unas marcas en tierra, como mínimo dos alineaciones de dos puntos y que confluían en un ángulo, para saber donde estaba esa zona ideal de capturas, donde se emplazaban los fondos con bajíos, “en la arena no se coge nada, salvo alguna breca o algún besugo por las noches”.
Recuerda muchos de esos puestos de viejos, “los de los viejos de antes”, a esos altos a los que se iba en pos del cherne, del pámpano o del colorado, como los vericuetos de su calle, de la orilla por la que transitaba. Y ahí fuera están todavía esos puestos, que algunas veces hacen mención a algún pescador, “de los viejos”, como Alto del Fariseo o Cho José Melo. Otros a alguna marca como San Lorenzo, que hace referencia a la vieja ubicación de la Ermita del Valle de San Lorenzo, con anterioridad a su traslado de La Fuente a El Natero, en 1923; San Miguel, por la Parroquia de San Miguel de Abona; Cho Biseche, por el risco del mismo nombre. O a alguna alusión a un topónimo de costa, como El Fraile, Los Mozos o Burrera de la Leona. Y otros tantos como, Bajón, Beril, Burreras, Manchas, Corcobado, Cienfias, Rapadura, Piedra del Pico, Sabina o Diego Hernández. O en Los Burros, situado “por fuera” de Playa Honda, con unas 8 o 10 brazas de fondo; y donde tantas veces soltó las nasas, en las cuales siempre entraba algún abade o algún que otro mero.
Pasear de su mano, por entre los múltiples vericuetos de sus recuerdos y añoranzas, siempre fue gratificante. A través de sus evocaciones nos narró como era la costa cercana, la de la bahía de Los Cristianos, con anterioridad a la construcción del viejo embarcadero, en 1933. Toda la zona donde se construyó el viejo muelle, “el muelle chico”, era un bajío, excelente donde poder atrapar pulpos y morenas. Existieron varias “casa pulpo”, denominación de las cuevas donde se solían cogerlos, como la  Casa Weyler, en un beril cerca del antiguo varadero que existió antes del embarcadero citado. Asimismo recuerda una larga ristra de charco, como el de El Cabezo, que en la bajamar se quedaba lleno de agua, y en el se bañaban las mujeres, de la Carnada, del Lino, donde se cogía pescado que entraba en marea alta y se quedaba en su interior en la bajamar. El Charco Lola, con fondo arenoso, Charco de María Prima o de El Chorrillo, Charco de las Piedras.
Leopoldo Díaz, primero por la derecha. Década de 1960
En la playa de Los Cristianos, de arena y callaos, a cuyos pies vivió largos años, existían dos varaderos, y que según nos comentó Leopoldo se denominaban:  Varadero de Allá y Varadero de Acá, éste último situado en la Playa de Acá, enfrente y al este de la conocida por Casa de Angelita; por donde los barcos se sacaban de la mar, sobre tosca y callaos. Aquí varaban: Leoncio Díaz Domínguez, su padre; Lázaro Tavío, su abuelo; Aquilino y Domingo Díaz Domínguez. “Cho Eladio solía varar aquí, aunque le pertenecía en el Varadero de Allá, pero no cabía. Varadero de Allá, en la Playa de Allá”. En éste los barcos se sacaban a tierra a través de una rampa acondicionada con un rebaje realizado a la tosca, situado enfrente de la conocida en su tiempo por la casa de Leopoldo Domínguez. Aquí varaban: “Cho Agustín, Cho Fulgencio”.
El padre de Leopoldo tenía un barco que se lo fabricaron en Playa de Santiago, “un tal Manuel”, un bote de unos 4,5 a 5 metros, “un botito fuerte”. Leopoldo pescó en ese barco, con su padre y su abuelo Lázaro Tavío. Ese bote lo vendió su madre una vez fallecido su padre, se fue a faenar a La Arenita, de la mano de Pancho Sierra, un vecino de Cabo Blanco. Era la época que Leopoldo fue al servicio militar, a su regreso compró un bote al abuelo de Benito Sierra, Tito. Y con posterioridad compró otro a Benito Sierra,  padre de Tito, se llamaba el Benito, “bote falso, con poca fuerza”. Al Benito le cambió todas las maderas, “no le quedó ni un clavo, mató mucho pescado, entonces si había pescado”. Y en estos tres barcos se mantuvo toda su vida, en busca del sustento, al encuentro de su pasión.
En las imágenes que acompañan este texto se nos muestra a este viejo pescador en dos momentos de su vida. En una junto a otros pescadores de Los Cristianos, fechada en la década de los sesenta. La otra corresponde a 1998, en una de esas tardes que se trasladaba al borde de la mar para ver entrar y salir los barcos que frecuentaban la bahía, para contemplar el horizonte. 
Este hijo y nieto de viejos pescadores, que fueron asentándose en aquella salvaje costa de Los Cristianos, nos muestra su sapiencia de la mar, de la vida, en cada comentario con los que ilustra sus múltiples vivencias ancladas a esa orilla, a cuyos pies vivió tantos años. Acercarse a su vera es adentrarse en la mar, esa mar que atrapa entre sus redes su historia, sus experiencias anudadas a cada marullo que recala a sus pies. Escuchar su charla, sus silencios, es inhalar el suspiro de la brisa, notar la sal cuajarse en nuestro rostro al contemplar ese suyo, curtido por el sol y la luna, por la brisa y el sereno, experimentado en las rutas de la mar.



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