Candelaria Marcelino Ramos |
Marchantas
o pescadoras fue la denominación que con mayor frecuencia se conocía al grupo
de mujeres que se encargaban, con sus idas y venidas, del trasiego de
mercancías entre la costa y las medianías. Labor fundamental en la actividad
pesquera, la comercialización del pescado siempre ha estado en sus manos. Pero
además también era la encargada de transformar ese pescado fresco en jareas y
la larga lista de labores para su transformación: limpiar, abrir salar y
tenderlo al sol; así como buscar la sal y en muchos casos rasparla en la costa.
Asimismo era labor de estas mujeres el marisqueo, ir en busca de la lapa y el
burgado que ayudaran en la alimentación de la familia, o en el sustento de la
casa; frescas o la mayoría de las veces en escabeche: guisadas y colocarlas en
botellas con vinagre, para su posterior consumo, añadiéndole un poco de aceite.
Candelaria Marcelino Ramos
(Los Abrigos 1928-2004) fue una de estas mujeres que dejó su huella en los caminos,
y que muchas veces era algo más que una metáfora. Sabes cómo nos curábamos
los trompesones, cuando salíamos descalzas, con tierra. Nos pegábamos un
trompesón, que los chorros de sangre que da miedo, cogíamos la tierra así y con
aquello se iba la sangre. Después metíamos el pie en agua salada. Las veces que
nos arrancábamos la uña del pie y no había médico ni había nada.
Comenzó en el trasiego de
la venta del pescado siendo una niña, de la mano de su madre, Amelia Ramos,
comercializando la pesca de su padre, Carlos Marcelino. Solía trasladarse a San
Miguel de Abona, Granadilla de Abona o Vilaflor. A Vilaflor salíamos a la
una de la noche y llegábamos a las ocho de la mañana. Para vender el pescado no
habían coches en ese entonces, ni había pesas ni nada, sino con la badana de la
platanera y enhebrábamos el pescado.” Después continuó con la pesca de su
marido, el pescador Nicanor Ramos Alayón, al que esperaba asomando su inquietud
a la mar, que casi acariciaba su vivienda. “A la hora que viniera teníamos que
salir a vender el pescado, porque no teníamos nada, ni hielo, ni nevera, ni
nada, ya después fuimos jalando la cosa. Trasladaban lo que no podían ni cargar, en
muchos casos con más de cuarenta kilos sobre la cabeza; y en algunos casos
hacer el recorrido dos viajes al día. Nos teníamos que remediar y después la
que llevaba menos nos ayudábamos unas a las otras, éramos muy buenas compañeras.
Candelaria Marcelino y Nicanor Ramos en su bar de Los Abrigos |
Todas vendíamos pescado,
Dolores, tía Juana, tía Antonia Fariña, Eusebia, gente más vieja y después
nosotras más jóvenes. De la época mía estaba yo, yo por delante, estaba Carmen
mi cuñada, estaba María Elena, que era mi hermana, estaba Lourdes, todas, un
montón. En
el censo electoral de 1965, padrones que no reflejan en su totalidad a este
numeroso grupo de mujeres que se dedicaba a este menester, se encontraban
inscritas en Los Abrigos, las siguientes pescadoras: Juana Marcelino Ramos, de
29 años; Isidora Alayón Ramos, de 41 años; Josefina Marcelino Alayón, 21 años;
Efigenia Marcelino Marcelino, de 29; Elena Marcelino Ramos, de 33; Mª del
Carmen Martín García, de 26; y Isabel Rodríguez, de 53 años.
Con los recuerdos de
Candelaria transitamos por una época con recursos limitados. Para el agua había
que abastecerse de los pocos aljibes que existían en Los Abrigos o trasladarse
en su busca a Los Erales, en las cercanías de Guargacho. Para lavar, muchas
veces aprovechaba sus viajes a San Miguel y limpiaba la ropa en los lavaderos
públicos, en El Chorro, en la zona de La Mulata; o desplazarse a una charca
situada en El Guincho; o bien en Atogo, en las atarjeas de riego de los
cultivos de tomate. En esas barricas grandes de aceitunas, allí traíamos el
agua, de allí aquí y pa lavar teníamos que coger la ropa y ir a San Miguel a
lavar, vendíamos el pescado y después que vendíamos el pescado nos poníamos a
lavar.
Y para parir se tenía que
requerir la ayuda de alguna mujer con experiencia, o como el caso de su tía
Isabel Marcelino tener la criatura en el mismo camino. Se fue a Charco del
Pino a vender el pescado, y cuando vino pabajo le dieron los dolores pa dar a
luz, por debajo de Atogo había un cacho pared. Allí dio a luz, le partió la
vida con dos piedras, con la tira del delantal le amarró la vida, lo enrolló en
el delantal y caminese pa Los Abrigos. Ese fue el primero, pues después como al
año y medio o dos, volvió a quedar embarazada y usted cree que donde parió el
primero parió el segundo, y otra vez la misma pared en Atogo y le hizo lo mismo. A Candelaria Marcelino
casi le sucede algo semejante, cuando fue a vender el pescado a San Miguel, vendí
mi pescado, lo cobré, trajé la comida, traje una botella de agua dulce de San
Miguel porque la que estaba aquí no servía pal café, trajé un poco de leche,
delalto de la cesta pa jacer la cena. Y esa misma noche parió el primero de sus hijos.
Candelaria Marcelino Ramos
fue una mujer emprendedora, que buscó con voluntad y firmeza el bienestar de
los suyos. Comercializaba el pescado que traía su padre, Carlos Marcelino;
después el de su marido, el también pescador Nicanor Ramos. En los inicios a
pie, por esas empinadas veredas mal empedradas, y las más de las veces
intercambiándolo por que no había con que pagarlo, a proponer yo le daba a
usted una sarta de jareas y me daba un cesto de papas. Con los años pudieron
adquirir un vehículo que les ayudaba en esta tarea de vender el fruto de la
mar, “siempre el nuestro”, con lo que la venta de la pesca se efectuaba con más
comodidad y se alcanzaba a un mayor número de pueblos.
Su espíritu batallador la
dispuso para instalar la primera tienda que se emplazó en Los Abrigos, a
comienzos de la década de los años cincuenta, cuando yo quedé embarazada de
mi Candelarita ya tenía la tienda, un ventuchito y un bar pequeñito cerca de
cuarenta años.
Tienda y bar que durante esas largas cuatro décadas fue punto de encuentro y de
tertulias, además de lugar donde distribuir el correo a los vecinos del barrio
o de expender las botellas de gas butano. Bar que en septiembre, por las
fiestas en honor de San Blas, se engrandecía, se transformaba en una prestigiosa
casa de comidas, donde se disponía de los mejores aromas y sabores de la
mar.
Durante toda su vida fue
una mujer dispuesta al trabajo, hacendosa, a tirar del carro para mejorar con
los suyos. Sus enormes ganas de conocer le llevó a crear algunos versos, como
esos recuerdos que quiso perpetuar de su madre recién fallecida, en la que
también la podemos ver reflejada: Pobrecita mi madre/ yo no la puedo
olvidar/ los trabajos que pasó/ para poderlos criar/ descalcita y caminando/
que se iba a San Miguel/ a vender su pescadito/ pa traerlos que comer.
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