Delfina Fumero. Vilaflor, 2006 |
A través de la voz suave y pausada de Delfina Fumero
Rodríguez se recorre aquel Vilaflor de calles empedradas, de olor a resina y a
tierra húmeda. Nació el día después de reyes de 1924, en la misma casa donde
dispuso, hasta su fallecimiento en 2007, su pequeña tienda, en la antigua calle
del Convento, la actual Avenida Hermano Pedro. Hija de María Rodríguez Alayón, María
la de la Fonda, quien regentó
cantina y fonda, y de Germán Fumero Alayón, el viejo vate chasnero, una de las
personas más ilustres y más ilustradas que ha dado este Sur, y que en Vilaflor
lo fue todo a través de su longevidad: alcalde, juez municipal, responsable del
correo, sochantre, además de escritor y gran animador de la vida cultural de su
pueblo.
A Delfina Fumero se le recuerda por su maestría en
confeccionar rosas, y los piques con recortes de piel que les cedían los
zapateros. Labor que comenzó en la infancia, tendría diez, once años, sería,
formando las denominadas rosas de ojete, que eran pequeñas. Bello quehacer de rosetera, que le enseñó su abuela
Ana Martín. Las primeras que empecé hacer fueron estas, las empecé hacer con
mi abuela, pero mi abuela lo que lo hacía con la mano zurda pero yo aprendí con
la derecha. Porque es la más chiquitita, lo más fácil de hacer, entonces yo era
pequeña como mi bisnieta ahora, y entonces mi abuela me enseñó. Porque
anteriormente una Señora de San Miguel traía el hilo y se lo daba a las
personas de aquí, a las mujeres, se llamaba doña Constanza Gómez, entonces ella
tenía una venta, le hacían las rosas y después traían las cosas empleadas de lo
que la señora tenía en su venta, no las pagaba a casi nada, a quince céntimos
la docena o cosa así. Constanza
Gómez les abonaba el trabajo con lo que estas mujeres de Vilaflor necesitaran
para su casa, pues sacaban a lo mejor tela pa hacer una sabana o sacaban dos
toallas, esas cosas así.
En su tiempo era una ocupación a la que se dedicaban
muchas mujeres del pueblo. Tenía una tía que se llamaba Juana, otra que se
llamaba Gregoria, otra se llamaba Candelaria y otra Ángela, hermanas de mi
madre, mi madre no se dedicó mucho a hacer rosetas. En ese entonces todas las
chicas teníamos ilusión de hacer rosetas.
Sus recuerdos brotan con presteza, al igual que el
baile de la aguja entre los alfileres. Y entre el enhebrar, el zurcido o las
vueltas del hilo, rememora las obligaciones de una vida cotidiana hostil, como
los trabajos de sus abuelos, Ana Martín y Timoteo Rodríguez. Pues la vida
era muy mal porque cuando mi abuelo trabajaba haciendo las viñas le pagaban dos
pesetas todo el día, de sol a sol, tenía mi abuela que ir dos veces a llevarle
algo de comer, y eso muy mal, porque usté sabe que anteriormente se ganaba muy
poco aquí, cuando la gente estaba dedicada también a hacer carbón.
O la escasez de los alimentos. No había muchas
ventas ni nada, ni mucho que comprar, porque yo me acuerdo cuando mi madre
empezó con la fonda, de ir a San Miguel a buscar melocotones y a buscar una
latita de melocotones y esas cosas, porque aquí en el pueblo no había nada de
eso. Hoy a lo mejor tiene más la gente en las despensas que lo que había antes
en una venta desas. Eso a lo mejor íbamos por una cuenta de aceite o por medio
litro de aceite, no se compraban las latas como ahora.
Germán Fumero Alayón, en una fotografía cercana a 1930, con sus hijos Delfina y Germán Fumero Rodríguez |
Y las dificultades del transcurrir el día a día,
acrecentada por la ausencia de cualquier tipo de comodidad a la que se esta
acostumbrado en la actualidad. Ni teníamos luz, ni teníamos agua en la casa,
la calle estaba empedrada tenía cada uno que salir a barrer su trocito de
calle. Íbamos a lavar la ropita al Chorrillo. Y allí en aquellos lavaderos
íbamos a lavar y fíjese que edad tenía yo que tenía que poner una piedra pa
poder alcanzar a lavar, con ese jabón azul que venía de la rueda.
Y para abastecerse del agua para la casa también
había que acarrearla de El Chorrrillo, con una lata desas, los hombres
llevaban, el que tenía una bestia, la llevaba, le ponía tres barriles, pero los
que no teníamos, teníamos que ir con una lata. La primera que yo fui con una
lata de cinco litros de aceite, pues iba y traía cinco litros de agua, con una
lata desas venía haciendo así porque era pequeña. Iba aquí con una vecina
pariente y a veces una la traía ella así debajo de esto, porque yo que si se me
cae, que si no; pero si teníamos que ir muchos años, muchos años al Chorrillo.
Y
tender la ropa en las paredes de las huertas, y cocinar con leña, y alargar el
café tostando garbanzos y lentejas y quemando algún fisquito de azúcar para que
adquiriese un tono más oscuro. Ese café que servía de pretexto para reunirse. Se
tostaba el café y aparte se tostaban los garbazos, y después en un molinillo
que teníamos allí pequeño molíamos el café, lo poníamos en la cafetera, le
íbamos echando el agüita y se iba filtrando y entonces nos sentábamos,
estábamos más unidos los vecinos.
Vivíamos con más cariño de los vecinos, de los
amigos, nos visitábamos más, de noche decíamos vamos a ir casa de tía
Encarnación, que es una vecina que después es mi cuñada, y nos visitábamos,
ahora pasa uno la puerta cerrada, si nos vemos en la calle, adiós, adiós, cómo
estás, si hay un enfermo lo vamos a visitar, si pasa algo vamos a acompañar,
pero no es como antes.
Los recuerdos de Delfina Fumero Rodríguez, el duro andar por el que transitó su vida, se tornan ejemplos de lucha y supervivencia. Modelos que hay que tomar para sosegar la prisa actual. Esforzados trabajos para transcurrir en el día a día de una vida cotidiana sin ningún tipo de comodidades. Pero con el enorme gozo de ir cruzando la vida por entre verdes pinares, entre olores a resina, a leña quemada en el fogal o a las madres del mosto, y arropados con el calor humano que aportaban las relaciones personales.
Los recuerdos de Delfina Fumero Rodríguez, el duro andar por el que transitó su vida, se tornan ejemplos de lucha y supervivencia. Modelos que hay que tomar para sosegar la prisa actual. Esforzados trabajos para transcurrir en el día a día de una vida cotidiana sin ningún tipo de comodidades. Pero con el enorme gozo de ir cruzando la vida por entre verdes pinares, entre olores a resina, a leña quemada en el fogal o a las madres del mosto, y arropados con el calor humano que aportaban las relaciones personales.
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