martes, 3 de junio de 2014

La tierra como escuela en Pedro Bethencourt Domínguez

  Pedro Bethencourt Domínguez, 2007


Pedro Bethencourt personifica un ejemplo de la manera en que se desarrollaba el día a día en el Sur de Tenerife. Desde su cuna, nació en Mojino en 1914, anduvo entre múltiples ocupaciones. En este pago de Vilaflor se encontraban de medianeros sus padres, Rosario Domínguez y José Bethencourt, entre el cuidado de una manada de cabras y la agricultura. Y aquí Pedro tuvo su escuela, la del ordeño y la del arado, esa escuela en la que había que ser aplicado desde muy pronto, en la que no había tiempo para el aprendizaje, llegaba con el surco a los pies. Sobre todo cuando su hermano mayor se casa y él tiene, con apenas doce años, que sustituirlo en la rudas labores agrícolas.
Aprende a colocarle el yugo a las vacas, a la Florida y a la Manzana, a llevar el arado derecho y a darle la vuelta levantándolo con las escasas fuerzas que aún tenía. Pedro fue el segundo varón en una larga lista de hermanas, tres varones de los once hijos, y a pesar de ser uno de las más pequeños le tocó realizar labores de hermano mayor, acompañaba a los bailes a sus hermanas. Porque de edad de catorce años me echaba las hermanas pa que las llevara a los bailes. A Las Zocas cuantas veces las traje a los bailes, eso sí la madre me decía, cuando usté va con sus hermanas atiende a sus hermanas y cuando usté va libre, va libre.
Otro ejemplo de la forma de vivir en ese Sur, sin escuelas, sin carreteras y con contados trabajos, es la movilidad que caracterizó a su familia, sus mudadas en continua busca de mejora. Cuando Pedro rondaba los ocho años se trasladan a El Morenero, también en Vilaflor, donde continuaban entre la agricultura y la ganadería. Hasta que unos años después se desplazan a Granadilla de Abona, al cuidado de otra manada que transitaba por Atogo, Charco del Pino y subían a El Marrubial, en el verano.
A la edad de 14 años comenzó a realizar trabajos en los cultivos de los tomates en Los Bebederos, en Arona, aunque residía con sus padres en Atogo, Granadilla de Abona. Cargando las mujeres, que llevaban las cajas en un carro tirado por vacas, no había camiones, eran tres ranchos y yo estaba en un rancho, ganaba dos pesetas, lo mismo que las mujeres. Y aquí continuó hasta que inició el servicio militar, que con la guerra civil se le alargó hasta algo más de siete años. Yo donde pasé mi mocedad fue en la jurisdicción de Granadilla hasta que fui al cuartel.
Unos años después de su regreso se casó con Elena García García, dedicándose a una serie de ocupaciones con la que poder sacar adelante a la familia que fue creciendo hasta llegar a contar con 9 hijos. Así trabajó de zapatero, agricultor, montar bazares en festejos o marchante de frutas y carne. En huertas, en labranza y viviendo áhi, porque era un rato familia, también me dedicaba a comprar animalitos y llevar al mercado, a Santa Cruz al mercado, estuve vendiendo a una señora, yo empecé a llevarlo a la recova vieja a una que le llamaban Bernarda, estuve yendo nueve años, mataba cabritos, mataba conejos, mataba pollos. Primero estuve yendo en la guagua, que no pasaba de Granadilla pacá, nueve años saliendo de La Hondura en una bestia, a llevarlo a Granadilla a coger la guagua. La carne la llevaba en unos paños, los cabritos se mataban, se envolvían, a según los que fueran, si eran ocho, diez, ponías juntos, si eran más, dos paños. Yo llevaba de too, pero cabritos en el tiempo dellos, empezaba casi en octubre, a fines de octubre, empezaba los ganaos por la costa a parir y yo me andaba lo que podía, caminando con una bestia. Le compraba a cabreros, en casas particulares, donde los hubiera si me los vendían, yo los cogía en la mano, más o menos vía lo que pesaban y arreglado a lo que me pidieran, pero yo los primeros cabritos que llevé me los dieron a cinco pesetas el cabrito. Los de esa vez, que fue la primera vez, unos cabreros donde dicen La Montañita, de San Isidro paquí.
Incluso con este menester se llegó a trasladar a Fuerteventura para traer los cabritos de aquella isla. El llevarlos desde Sur hasta el mercado de Santa Cruz de Tenerife, que solía ir una vez en semana o dos cuando llevaban las fechas navideñas, tenía que pasar por dos fielatos, el ubicado a la salida de Granadilla de Abona y el de entrada de Santa Cruz de Tenerife. Los cabritos pagaban un real y los pollos dos perras, tres perras. En Santa Cruz si llevaba recibo de aquí me hacían un descuento de lo que había que pagar pa poder ir al Mercado, peor una vez, algo escondíamos en la guagua y estaba en el fielato y cuando íbamos ya la guagua arrancar un gallo que llevaba debajo del asiento empieza a cantar, las risotadas …, pero no me lo cobraron, llevaba otros tres más y no lo cobraron por la gracia del gallo. El recibo del fielato se tenía que dejar a la vendedora al que Pedro se los llevaba, por si había una inspección tenía que presentarlo.
Pedro también comercializaba las pieles de cabra, e incluso de vaca, o cuajos que preparaba y vendía en el Mercado Nuestra Señora de África. Yo hice un bonito negocio, una de las veces en el mercado, con cuajos. También compraba pieles de reses, si jallaba pieles de reses que yo viera que pudiera ganarles algo también. La piel de cabrito la abría así por delante, la echaba así al encalado y en dos días se secaba, abierta así, el pelo pafuera, la empillaba en la casa, en el encalao y en dos días estaba seco y si no había que llenarlos unos de pinillos, otro de lo que fuera y áhi se estaba más pa secarse. Na más que tirarlos así a la pared, abiertos, eso no se caiba hasta que uno los tumbara, eso se pegaba a la pared con la lama de la piel y eso que uno no lo despegara no se caía.
Pedro Bethencourt Domínguez, que falleció en octubre de 2011, ha representado parte de la memoria del siglo XX, un modo de vida en el que la austeridad y las carencias de todo tipo prevalecían en las familias campesinas, que como la suya se tenían que desplazar a menudo en busca de su sustento. Así ha residido en Vilaflor, Granadilla de Abona y en la última década en San Miguel de Abona, pero que además, por sus ocupaciones, ha transitado por casi todos los demás municipios de este Sur.
Un recorrido extenso el que anduvimos tras el recuerdo de Pedro, en presencia de Ángeles Rodríguez Toledo que participa en esta distendida y amena charla. Su memoria se abrió a esos escasos momentos en los que se presentaba la diversión, sobre todo los de su mocedad, los bailes en Atogo, en Las Zocas, en Aldea o en los confines de la medianía, en Pinalete; lugares a los se iba caminando. Pero sobre todo sus palabras se apropian del sudor del esfuerzo, bajo el que se moldeaba la tierra, crecía el trigo, la cebada, la papa, o se llenaba el tarro de la leche con la que hacer el queso, ese que las primorosas manos de su madre le daban forma y aroma. Esas manos que fueron las que le inculcaron lo maravilloso que es sentirse amado, y que nos dejó una frase en la que asentar su memoria: tengo una familia que es lo más que me consuela.

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